XII:
sangre.
Al final del libro había una carta en
la que ponía: arranca cada día una hoja hasta el día de tu cumpleaños. Hoy
arranco la primera. Al final del día 28 trae escrito: quedan tres días para tú
cumpleaños. Que chico tan majo, ojalá fuera una chica y todo fuera muy fácil.
Tengo pensado decírselo.
Hoy me ha despertado Eduardo pero me ha
dicho que los demás días me las tendré que apañar yo solito. Me lavo los
dientes, me ducho, y me visto. Hoy tengo pensado decirle a Edgar lo que siento,
se lo voy a decir. Lo prometo.
Salgo de la habitación con los
pantalones puestos (claramente) y me dirijo a hablar con Eduardo.
-Oye, Eduardo, perdona, ¿Puedo hablar
contigo?
Se gira, sonríe al ver que soy yo y
apartándome para que nadie lo oiga me pregunta muy simpáticamente, como hace
desde la carta que me mandó:
-¿Es algo secreto?
-No, pero, es algo que me da vergüenza,
mucha vergüenza, es una pregunta, por favor, no te rías, ¿me lo prometes? Es
que me da mucha vergüenza.
-Te escucho, dime.
-No sé… no sé… -me acerco y le digo al
oído-: no sé que tengo que hacer ahora.
Se empieza a reír y yo me enfado
diciéndole:
-Me dijiste que no te reirías.
-Eres un poco tonto. ¿Cómo lo ibas a
saber? Es tú segundo día aquí.
-¿En serio? ¿Solo dos días? No puede
ser… ¿Qué está pasando en mi vida?
-Samuel, tranquilo, aquí te ayudaremos
y te irás pronto, no te preocupes.
-No es eso… es mi padre, llevo mucho
tiempo sin verle, necesito volver para verle.
-Samuel, tu padre, haber, es que tu
padre… ha muerto.
Las palabras ‘ha muerto’ se repitió en
mi mente varias veces hasta que abrí los ojos.
-¡Samuel, te has caído! –me dice
Eduardo.
-¿Qué?
-Te has desmayado, ¿bajón de tensión?
Pero, ¿qué ha pasado? ¿Dónde estoy?
-Me ibas a decir algo –insiste Eduardo
preocupado por mi- ¿Estás bien?
-No sé lo que ha pasado, ¿por qué me
voy a desmayar? No lo entiendo.
-Quizás te has levantado muy rápido de
la cama y tienes la tensión muy baja, ¿quieres que te lleve al médico? –Cuando
asiento me dice-: venga, ven, que te acompaño.
Le sigo pasillo adelante, giramos a
mano izquierda y al final del siguiente pasillo puedo ver un cartel que trae:
‘ENFERMERÍA’. Eduardo me mira y señalando la puerta por donde se entra a la
enfermería y me explica:
-Me tengo que ir, tengo una reunión con
el director de este sitio, mira ahí esta, vete tú, di que eres el nuevo, el número
30789, bueno yo me voy, recuerda 30789.
Asentí y se fue.
¿30789? Soy un número, un estúpido
número, ¿qué mierda es eso? Un número, como en la cárcel.
Entré en la enfermería, dos enfermos
acostados en las camillas. Uno de ellos creo que tenía varicela (sus granos lo
indicaban), y el otro hablaba con la médica:
-Tranquilo, llegará enseguida la
ambulancia, te llevarán y te transplantarán la médula, respira hondo y… ¡¿TU
QUÉ HACES AQUÍ?! –me pregunta a gritos al verme a su lado a punto de hablarle.
No sé que decir, parecía muy buena
gente y de repente… Que paciencia hay que tener, con ella no, bueno, a parte, pero es que,
tengo que tener paciencia con todo el mundo. Siento como que todos me tratan
mal.
La
médica se quedó con la boca abierta unos segundos y después de un rato re ríe.
Así, sin más, ¿se está riendo de mí? Será idiota. Se ríe un poco más y me dice
cortadamente porque la risa le impide hablar:
-Pe…per… perdón… -se pone la mano en su
cara roja de la risa y me vuelve a decir-: perdón, perdón, es que me has
asustado, siéntate en esa camilla que voy en dos o tres segundos para ya,
espera que acabe con él.
Le sonrío y me dirijo a la camilla que
me había señalado con el dedo. Al final es maja, no se reía de mí, pero bueno
es un poco tonta la pobre.
Me senté en la camilla y noté algo
húmedo en la muñeca. La toqué sin mirarla, me duele al tocarla. Me miro la mano
con la que había tocado la herida y vi una mancha gigante de sangre, me miré la
muñeca y salían chorros de sangre.
-Bueno y… ¿qué querías? –me pregunta
educadamente la médica.
-¿Eh?
Después de decir ‘¿eh?’ salí por la
puerta corriendo, sin dar explicaciones, sin mirar a nadie, escondiendo la
enorme herida. Me metí en mi cuarto, cerré la puerta, me quité la manga de la
ropa y pude ver que la quemadura estaba sangrando pero pocos segundos después
me di cuenta de que había una línea cubierta de sangre. ¡El pequeño corte! No,
no.
Fui al baño y cogí todo el papel
higiénico que quedaba y me lo enrollé en la muñeca. Apreté. La herida no paraba
de derrochar sangre, la vista se me nublaba pero si decía algo estaría más
tiempo en el PUTO manicomnio. Cada vez veía menos. Apretaba más la herida y
busqué más papel en el baño. Encontré alcohol para curar heridas. Lo gasté
derrochándolo sobre mi herida, pero no paraba de sangrar. Me quité la ropa y me
metí en la ducha, no sabía que hacer.
-¡Samuel, me ha dicho la médica que te
has ido, luego te acompañaré otra vez, vete a desayunar! –gritó Eduardo.
-Un momento –le pedí.
En ese momento empecé a recordar todo
lo que había pasado en el hospital, recordé el momento en el que guardaba la
carta para mi padre en la mesilla, tenía
que encontrarla.
-¡EDUARDO!
Un grito acabó con mi garganta y con mi
vista. Podía ver agua derramándose sobre mi y sangre acompañado esa agua y
metiéndose en mi boca. Lo último que pude ver fue el rostro preocupado de
Eduardo.
Mis pulmones no accedían a hincharse.
Notaba la piel caliente, que horror de sensación. Parecía que no quería
respirar. Lo primero que vi fue un rostro familiar, me sonaba de algo.
-¡Eh, eh, se está despertando!
¡Era el niño al que estaba atendiendo
la enfermera del manicomnio cuando yo entre en su enfermería!
-Samuel, ¿por qué lo has hecho, con qué
te has quemado?
Era Eduardo. Sonreí y le di un fuerte
abrazo.
-Explícamelo –me exigió al retirar mis
brazos de su cuerpo.
-Eduardo, el corte no era de hoy, me lo
había hecho hace tiempo, debí de cortarme por la noche sin querer.
-Mala suerte.
Le miré extrañado. ¿Qué quería decir
con eso? ¿Mala suerte?
-No lo entiendo, ¿qué quieres decir?
-Te han puesto un punto negativo, eso
significa: más días en el centro.
Le miré con ganas de llorar pero, por
una vez, me contuve, ya había llorado demasiado.
-¿Cuándo me voy a ir de aquí?
-Ahora, pensaban que era algo muy
grave, pero no es nada tranquilo.
-No he…
La palabra que seguía era ‘desayunado’
pero no me permitió decirla el manjar de fruta y un chocolate caliente que
traía la enfermera.
-Gracias, por cierto Eduardo… ven,
acércate.
Se acercó, miré a los dos lados y al
ver que el niño de la enfermería estaba hablando con un enfermo le susurré al
oído señalando al niño:
-¿Qué hace aquí?
El se apartó y con serenidad me
respondió:
-Creo que eso no es asunto tuyo. Es
asunto de la enfermera y todos los trabajadores del centro.
-Eduardo… mmm… dímelo, por favor, no
diré nada, te lo prometo.
-Bueno anda, pero no le digas nada al
primero que te atendió cuando llegaste.
-¿El marica?
-A que no te lo digo…
Le sonreí y me corregí:
-El homosexual… el homosexual.
-Vale, haber, pero no digas nada
–asentí con seguridad y me contó-: lo acabamos de traer a la vez que a ti, lo
van a ingresar en otra habitación, el ha decidido venir aquí a verte, es muy
buena gente.
-¿Por qué lo han ingresado?, es decir,
¿es cáncer, o una enfermedad o…?
-Tiene leucemia, cáncer de sangre, le
van a transplantar una médula.
-Calla, no digas más, me dan
escalofríos, pobrecito, que bueno que quiso venir a verme.
-Si, es que pensábamos que era algo
mucho peor y le dio mucha pena.
-Que bueno, yo no lo habría hecho,
bueno, quizás si, por cierto, ¿cómo se llama?
Abrió su carpeta miró la lista de, como
nos llaman, ‘locos’ y al encontrar el nombre del chico que tenía leucemia me
susurró para que no lo oyera:
-Elías, Elías Cándido Sánchez, estaba
en el centro de psicología porque deliraba, luego unos días antes de que le
sacaran de allí le dieron síntomas de leucemia.
-Vale, cállate, no quiero saber más, me
da mucha pena es historia.
Una enfermera entró por la puerta con
una ficha médica y se la enseñó a Eduardo diciendo:
-Lo sabía, no tiene nada, pero que no
se vuelva a cortar en el mismo sitio o pasarán cosas, cosas que ni yo misma sé
con claridad –me miró y me dijo-: recoge tus cosas y deja la cama libre en
menos de una hora.
-De acuerdo –contestamos Eduardo y yo
al unísono casi sin darnos cuenta.
Recogí todas mis cosas (solo era una
chaqueta) y mirando a mí alrededor asegurándome de que no me habían traído nada
más y pregunté esperando un si o un vale o un de acuerdo, en fin, esperando una
respuesta afirmativa:
-Bueno, ¿nos vamos?
-Si, venga, vamos al coche.
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