miércoles, 27 de marzo de 2013

CAPÍTULO DOCEAVO, Los recuerdos de Samuel:


XII: sangre.

         Al final del libro había una carta en la que ponía: arranca cada día una hoja hasta el día de tu cumpleaños. Hoy arranco la primera. Al final del día 28 trae escrito: quedan tres días para tú cumpleaños. Que chico tan majo, ojalá fuera una chica y todo fuera muy fácil. Tengo pensado decírselo.
         Hoy me ha despertado Eduardo pero me ha dicho que los demás días me las tendré que apañar yo solito. Me lavo los dientes, me ducho, y me visto. Hoy tengo pensado decirle a Edgar lo que siento, se lo voy a decir. Lo prometo.
         Salgo de la habitación con los pantalones puestos (claramente) y me dirijo a hablar con Eduardo.
         -Oye, Eduardo, perdona, ¿Puedo hablar contigo?
         Se gira, sonríe al ver que soy yo y apartándome para que nadie lo oiga me pregunta muy simpáticamente, como hace desde la carta que me mandó:
         -¿Es algo secreto?
         -No, pero, es algo que me da vergüenza, mucha vergüenza, es una pregunta, por favor, no te rías, ¿me lo prometes? Es que me da mucha vergüenza.
         -Te escucho, dime.
         -No sé… no sé… -me acerco y le digo al oído-: no sé que tengo que hacer ahora.
         Se empieza a reír y yo me enfado diciéndole:
         -Me dijiste que no te reirías.
         -Eres un poco tonto. ¿Cómo lo ibas a saber? Es tú segundo día aquí.
         -¿En serio? ¿Solo dos días? No puede ser… ¿Qué está pasando en mi vida?
         -Samuel, tranquilo, aquí te ayudaremos y te irás pronto, no te preocupes.
         -No es eso… es mi padre, llevo mucho tiempo sin verle, necesito volver para verle.
         -Samuel, tu padre, haber, es que tu padre… ha muerto.
         Las palabras ‘ha muerto’ se repitió en mi mente varias veces hasta que abrí los ojos.
         -¡Samuel, te has caído! –me dice Eduardo.
         -¿Qué?
         -Te has desmayado, ¿bajón de tensión?
         Pero, ¿qué ha pasado? ¿Dónde estoy?
         -Me ibas a decir algo –insiste Eduardo preocupado por mi- ¿Estás bien?
         -No sé lo que ha pasado, ¿por qué me voy a desmayar? No lo entiendo.
         -Quizás te has levantado muy rápido de la cama y tienes la tensión muy baja, ¿quieres que te lleve al médico? –Cuando asiento me dice-: venga, ven, que te acompaño.
         Le sigo pasillo adelante, giramos a mano izquierda y al final del siguiente pasillo puedo ver un cartel que trae: ‘ENFERMERÍA’. Eduardo me mira y señalando la puerta por donde se entra a la enfermería y me explica:
         -Me tengo que ir, tengo una reunión con el director de este sitio, mira ahí esta, vete tú, di que eres el nuevo, el número 30789, bueno yo me voy, recuerda 30789.
         Asentí y se fue.
         ¿30789? Soy un número, un estúpido número, ¿qué mierda es eso? Un número, como en la cárcel.
         Entré en la enfermería, dos enfermos acostados en las camillas. Uno de ellos creo que tenía varicela (sus granos lo indicaban), y el otro hablaba con la médica:
         -Tranquilo, llegará enseguida la ambulancia, te llevarán y te transplantarán la médula, respira hondo y… ¡¿TU QUÉ HACES AQUÍ?! –me pregunta a gritos al verme a su lado a punto de hablarle.
         No sé que decir, parecía muy buena gente y de repente… Que paciencia hay que tener,  con ella no, bueno, a parte, pero es que, tengo que tener paciencia con todo el mundo. Siento como que todos me tratan mal.
         La médica se quedó con la boca abierta unos segundos y después de un rato re ríe. Así, sin más, ¿se está riendo de mí? Será idiota. Se ríe un poco más y me dice cortadamente porque la risa le impide hablar:
         -Pe…per… perdón… -se pone la mano en su cara roja de la risa y me vuelve a decir-: perdón, perdón, es que me has asustado, siéntate en esa camilla que voy en dos o tres segundos para ya, espera que acabe con él.
         Le sonrío y me dirijo a la camilla que me había señalado con el dedo. Al final es maja, no se reía de mí, pero bueno es un poco tonta la pobre.
         Me senté en la camilla y noté algo húmedo en la muñeca. La toqué sin mirarla, me duele al tocarla. Me miro la mano con la que había tocado la herida y vi una mancha gigante de sangre, me miré la muñeca y salían chorros de sangre.
         -Bueno y… ¿qué querías? –me pregunta educadamente la médica.
         -¿Eh?
         Después de decir ‘¿eh?’ salí por la puerta corriendo, sin dar explicaciones, sin mirar a nadie, escondiendo la enorme herida. Me metí en mi cuarto, cerré la puerta, me quité la manga de la ropa y pude ver que la quemadura estaba sangrando pero pocos segundos después me di cuenta de que había una línea cubierta de sangre. ¡El pequeño corte! No, no.
         Fui al baño y cogí todo el papel higiénico que quedaba y me lo enrollé en la muñeca. Apreté. La herida no paraba de derrochar sangre, la vista se me nublaba pero si decía algo estaría más tiempo en el PUTO manicomnio. Cada vez veía menos. Apretaba más la herida y busqué más papel en el baño. Encontré alcohol para curar heridas. Lo gasté derrochándolo sobre mi herida, pero no paraba de sangrar. Me quité la ropa y me metí en la ducha, no sabía que hacer.
         -¡Samuel, me ha dicho la médica que te has ido, luego te acompañaré otra vez, vete a desayunar! –gritó Eduardo.
         -Un momento –le pedí.
         En ese momento empecé a recordar todo lo que había pasado en el hospital, recordé el momento en el que guardaba la carta para mi padre  en la mesilla, tenía que encontrarla.
         -¡EDUARDO!
         Un grito acabó con mi garganta y con mi vista. Podía ver agua derramándose sobre mi y sangre acompañado esa agua y metiéndose en mi boca. Lo último que pude ver fue el rostro preocupado de Eduardo.
         Mis pulmones no accedían a hincharse. Notaba la piel caliente, que horror de sensación. Parecía que no quería respirar. Lo primero que vi fue un rostro familiar, me sonaba de algo.
         -¡Eh, eh, se está despertando!
         ¡Era el niño al que estaba atendiendo la enfermera del manicomnio cuando yo entre en su enfermería!
         -Samuel, ¿por qué lo has hecho, con qué te has quemado?
         Era Eduardo. Sonreí y le di un fuerte abrazo.
         -Explícamelo –me exigió al retirar mis brazos de su cuerpo.
         -Eduardo, el corte no era de hoy, me lo había hecho hace tiempo, debí de cortarme por la noche sin querer.
         -Mala suerte.
         Le miré extrañado. ¿Qué quería decir con eso? ¿Mala suerte?
         -No lo entiendo, ¿qué quieres decir?
         -Te han puesto un punto negativo, eso significa: más días en el centro.
         Le miré con ganas de llorar pero, por una vez, me contuve, ya había llorado demasiado.
         -¿Cuándo me voy a ir de aquí?
         -Ahora, pensaban que era algo muy grave, pero no es nada tranquilo.
         -No he…
         La palabra que seguía era ‘desayunado’ pero no me permitió decirla el manjar de fruta y un chocolate caliente que traía la enfermera.
         -Gracias, por cierto Eduardo… ven, acércate.
         Se acercó, miré a los dos lados y al ver que el niño de la enfermería estaba hablando con un enfermo le susurré al oído señalando al niño:
         -¿Qué hace aquí?
         El se apartó y con serenidad me respondió:
         -Creo que eso no es asunto tuyo. Es asunto de la enfermera y todos los trabajadores del centro.
         -Eduardo… mmm… dímelo, por favor, no diré nada, te lo prometo.
         -Bueno anda, pero no le digas nada al primero que te atendió cuando llegaste.
         -¿El marica?
         -A que no te lo digo…
         Le sonreí y me corregí:
         -El homosexual… el homosexual.
         -Vale, haber, pero no digas nada –asentí con seguridad y me contó-: lo acabamos de traer a la vez que a ti, lo van a ingresar en otra habitación, el ha decidido venir aquí a verte, es muy buena gente.
         -¿Por qué lo han ingresado?, es decir, ¿es cáncer, o una enfermedad o…?
         -Tiene leucemia, cáncer de sangre, le van a transplantar una médula.
         -Calla, no digas más, me dan escalofríos, pobrecito, que bueno que quiso venir a verme.
         -Si, es que pensábamos que era algo mucho peor y le dio mucha pena.
         -Que bueno, yo no lo habría hecho, bueno, quizás si, por cierto, ¿cómo se llama?
         Abrió su carpeta miró la lista de, como nos llaman, ‘locos’ y al encontrar el nombre del chico que tenía leucemia me susurró para que no lo oyera:
         -Elías, Elías Cándido Sánchez, estaba en el centro de psicología porque deliraba, luego unos días antes de que le sacaran de allí le dieron síntomas de leucemia.
         -Vale, cállate, no quiero saber más, me da mucha pena es historia.
         Una enfermera entró por la puerta con una ficha médica y se la enseñó a Eduardo diciendo:
         -Lo sabía, no tiene nada, pero que no se vuelva a cortar en el mismo sitio o pasarán cosas, cosas que ni yo misma sé con claridad –me miró y me dijo-: recoge tus cosas y deja la cama libre en menos de una hora.
         -De acuerdo –contestamos Eduardo y yo al unísono casi sin darnos cuenta.
         Recogí todas mis cosas (solo era una chaqueta) y mirando a mí alrededor asegurándome de que no me habían traído nada más y pregunté esperando un si o un vale o un de acuerdo, en fin, esperando una respuesta afirmativa:
         -Bueno, ¿nos vamos?
         -Si, venga, vamos al coche.

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